Reflexionar aunque más no sea un segundo
sobre el legado que ofrecemos a las generaciones venideras no es otra cosa que
una proyección de nuestro presente. Un presente ajeno, dibujado con trazos
borroneados en colores deslucidos y sombríos. Pobres.
Alejarnos del frío encierro y el aturdido
ruido de la indiferencia, quizás pueda permitirnos empaparnos con los frescos
aromas e inquietantes deseos verdaderos de la realidad.
Esta realidad mareada por las necesidades,
que perseverante se proyecta una y otra vez en nuestro deambular cotidiano, cual
película taquillera, pero de la que, paradójicamente, nadie quiere llevarse el
premio al mejor actor.
Objetivos precisos, manos extendidas,
sonrisas predispuestas y transpiración verdadera, acaso sean las la cruz estampada
en el medio del mapa que busca guiarnos hasta el tesoro escondido por nosotros,
el que nos negamos a descubrir por temor a confundirnos aún más, alejándonos de
la cómoda mediocridad.
No llamemos al futuro si está atravesado
por este presente. No nos merece.
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