Generalmente, el disimulo y la simulación son métodos que los políticos y los gobiernos emplean para esconder lo que no saben o no quieren resolver, y el sistema que adoptan pasa a ser el de un vocabulario engañosamente dignificador, el cual es receptado por todos nosotros con una notable docilidad.
Por ejemplo: un hurgador de basura es ahora un clasificador, aunque esa nueva denominación no lo libra de lo inaceptable de su oficio; un niño miserable vive ahora “en situación de calle”, aunque el eufemismo no aplaca su imperdonable abandono; el antiguo cantegril o villa miseria, se llama ahora asentamiento, aunque el cambio de designación no mejora la escandalosa precariedad de sus construcciones ni la penuria e indigencia en que vive su población; una prostituta es ahora una trabajadora sexual, aunque esta nueva alusión no la salva de los riesgos y las miserias de su actividad. Del mismo modo, un menor de edad que mata a alguien, no comete asesinato sino “infracción de homicidio”, y aunque esta frase no cancela un hecho inexcusable, tampoco atenúa la ferocidad del agresor y se limita a enmascarar la gravedad del episodio.
Sin embargo, ese manto púrpura de palabras tramposas también se extiende a la escala internacional, porque los países que solían llamarse “subdesarrollados”, se llaman ahora “emergentes” y los miles de desgraciados que llegan a Europa escapando del hambre o el miedo, ahora se conocen como “indocumentados”, anteponiendo su condición jurídica a su enorme desamparo y olvidando que provienen de las mismas comarcas que esos mismos europeos han explotado durante siglos.
Todo ese juego de palabras engañosas que se ha pasado a utilizar a nivel nacional o mundial, forma parte del ejercicio de la hipocresía, el cual consiste en fingir los sentimientos y no en practicarlos, levantando para ello una vistosa fachada en torno al vacío de la simulación y a la mentira de las proclamas.
Sin embargo, al observar con lupa inquisidora, notamos que estas palabras consoladoras que recubren esa obtusa mentalidad, pasan a ser desmentidas por el propio cuadro que pretenden humanizar. Basta ver que la ilusión de no pertenecer a un país subdesarrollado sino emergente, no suprime la venta masiva de niñas para dedicarlas a la prostitución como en Bangladesh, ni salva en Europa a los inmigrantes africanos de la xenofobia, el trabajo esclavo, el rencor con que son tratados, o la expulsión, como tampoco elimina lo que sucede a diario con los marginalizados miserables de nuestro continente.
Es por eso que valerse de la frase “situación de calle”, no aleja a una cierta minoridad de personajes del consumo de las drogas ni del gradual embrutecimiento que provoca su vagabundeo. No ser un hurgador sino un clasificador, no modifica el pavoroso riesgo sanitario que soportan los adultos y los niños a bordo de sus carros y no impide que su número siga creciendo. Calificar ciertos crímenes como “infracciones de homicidio” no devuelve la vida a las víctimas, no apacigua el dolor de sus deudos ni rebaja la alarma social generada por esa violencia.
En muchos casos, la selección de palabras puede ser un mecanismo perverso, solamente dedicado a convencer al prójimo de que la suerte de otros es menos penosa cuando se atenúa la terminología y se disfraza su verdadera situación que nos rodea.
Solamente los distraídos, los crédulos o los irreflexivos pueden admitir que el manto de las palabras sea algo más que una manipulación o un simulacro para mejorar la imagen del mundo… ¿Vos que opinás?
Texto fuente http://blogsdelagente.com/taexplicado-/2011/07/28/el-piadoso-disfraz-de-las-palabras/
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